Estudio de las relaciones entre la moda y el cine

Siempre hay un roto para un descosido. Parte III: de los 90 hasta hoy

by

Santiago Maestro Cano

Introducción

Con esta tercera entrega, culmino el recorrido que he titulado «Siempre hay un roto para un descosido», centrado en esas parejas cinematográficas que, pese a sus diferencias aparentes, logran encajar a través del vestuario, el guion y la química invisible de lo improbable. Tras repasar los clásicos del Hollywood dorado y la elegancia traviesa de las décadas de los 60 a los 80, aterrizo ahora en nuestras tres últimas décadas: los 90, los 2000 y los 2010. En ellas, la diferencia entre los personajes deja de ser solo un conflicto: se convierte en estilo. Y el vestuario, por supuesto, lo cuenta todo. ¿Estás vestidos/as para la ocasión? Vamos allá…

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El roto y el descosido que protagoniza French Kiss (Lawrence Kasdan, 1995) forma un enredo transcontinental donde el amor florece entre maletas robadas, pasaportes falsos y quesos franceses. La diseñadora de vestuario Ruth Myers viste a Meg Ryan con conjuntos prácticos y desenfadados, típicamente americanos: vaqueros, zapatillas y chaquetas funcionales. Kevin Kline, como el encantador ladrón Luc, luce un estilo más bohemio y europeo, con camisas desabotonadas, pantalones claros y ese aire de «yo no me peino, pero me queda bien».

Una secuencia particularmente ilustrativa es la del tren, donde Luc y Kate comparten un vagón durante su viaje por la campiña francesa. Ella lleva una camiseta blanca básica, sin adornos ni pretensiones, y su look transmite comodidad más que estilo: no hay esfuerzo por proyectar imagen alguna, sólo funcionalidad. Él, con una chaqueta de cuero desgastada y su aire naturalmente desenfadado, contrasta sin imponerse. El vestuario aquí no busca lucirse, sino dibujar con precisión las diferencias entre ambos: lo práctico frente a lo instintivo, lo tenso frente a lo suelto. Y, sin embargo, ya se intuye que entre tanta disonancia empieza a surgir una melodía común.

Más adelante, cuando ella se ve obligada a improvisar un cambio de estilo para infiltrarse en una cena de alto nivel, Luc la ayuda a elegir un vestido lavanda que, aunque discreto, realza su figura de forma inesperada. No es una prenda ostentosa, pero en el contexto de la historia representa el descubrimiento de otra faceta de sí misma, aquella que puede jugar con la estética y sentirse segura desde una mirada nueva: la del otro.

Otro momento clave tiene lugar en los viñedos. En un primer paseo, con el sol aún alto, Kate y Luc discuten entre las hileras de vides. Ella viste camisa blanca y mochila, él una camisa verde con las mangas remangadas: ambos están aún en modo defensa, aun marcando territorio.

Pero más adelante, cuando el sol ya cae sobre la tierra, todo cambia. Ella aparece con un vestido estampado, él con una camisa azul arremangada. No es un look estudiado ni glamuroso, pero sí honesto: una imagen de relajación, conexión y entrega. En esa escena final, la ropa deja de ser escudo y se convierte en reflejo de una armonía recién alcanzada.

La evolución del vestuario de ambos, sin grandes alardes, susurra que se han dejado influir el uno al otro. Un ejemplo claro de que, aunque uno venga con mochila y otro con equipaje emocional, pueden acabar compartiendo maleta.

“¡Enséñame la ropa!” podría haber gritado también el agente deportivo interpretado por Tom Cruise, en Jerry Maguire (Cameron Crowe, 1996), porque en esta película el vestuario acompaña la transformación del personaje tanto como el guion. La diseñadora Betsy Heimann viste a Jerry con trajes de negocios clásicos, bien cortados, pero sin excesos. A medida que su mundo se tambalea, sus estilismos se vuelven más relajados, casi desordenados, como su vida.

Dorothy (Renée Zellweger), en cambio, transita entre lo profesional y lo doméstico con vestidos fluidos, faldas lápiz y tonos tierra. Lo suyo no es la sofisticación, sino la calidez.

La evolución final de ambos queda sellada en la famosa escena del “me tenías desde el hola”, donde ella aparece con un suéter color crema y él con americana de tweed, más blando y menos conquistador. La ropa no grita, pero habla. En esta preciosa película vemos que a veces, el roto lleva corbata y el descosido gafas grandes y alma de madre soltera.

En Tienes un e-mail (Nora Ephron, 1998) Kathleen (Meg Ryan, otra vez) y Joe (Tom Hanks) se enamoran primero por correo electrónico y luego a pesar de sus diferencias profesionales. Albert Wolsky, su diseñador de vestuario los viste con la misma delicadeza que el guion los aproxima: ella con jerséis suaves, faldas a media pierna y chaquetas de punto; él con trajes sobrios, abrigos de paño y tonos azulados que hablan de autoridad, pero también de frialdad. A medida que se conocen, sus estilos se suavizan y sus siluetas se relajan.

Poco a poco Joe va entrando en simbiosis con Kathleen. Ella mantiene su ropa de tonos claros, sencilla e informal, mientras él se va alejando de sus trajes de chaqueta para vestir de modo más relajado e informal, con tonos también más tierra. Visualmente los vamos sintiendo “en el mismo plano”. Albert Wolsky logra que ese paseo sea una metáfora vestida del proceso de reconciliación entre mundos.

Otro instante notable ocurre en la librería de Kathleen, cuando Joe la visita en su faceta más vulnerable: ella con un vestido amplio y cárdigan, él con un abrigo más informal. Es el momento en que los dos bajan la guardia, y el vestuario acompaña esa rendición emocional con telas blandas y cortes cómodos.

La escena final en el parque, con la canción de Over the rainbow flotando en el aire, culmina el recorrido emocional de ambos personajes con una sencillez luminosa. Kathleen aparece sin artificios, y Joe, acompañado de Brinkley, se muestra tal cual es, sin máscaras. No hay trajes de oficina ni abrigos de invierno: solo dos personas reencontrándose bajo la luz de primavera. El vestuario, discreto y cotidiano, se funde con el entorno y deja todo el protagonismo a la emoción contenida. Es el desenlace perfecto para una historia que, detrás de los correos electrónicos y las fachadas, siempre buscó una sola cosa: la autenticidad.

Lucy (Sandra Bullock) y George (Hugh Grant), en Amor con preaviso (Marc Lawrence, 2002), son polos opuestos condenados a compartir despacho. La diseñadora Deena Appel se ocupa de vestirlos. Ella, abogada idealista, viste trajes oscuros, blusas sencillas y un peinado práctico. Él, millonario encantador, apuesta por trajes caros, pero de silueta relajada, con pañuelos de bolsillo y camisas que delatan su gusto por lo cómodo antes que lo formal.

Uno de los momentos más destacados a nivel visual y emocional de la película es la gala benéfica a la que asisten juntos. Lucy lleva un vestido negro de escote palabra de honor, adornado con un delicado tul blanco anudado como si fuera una gran lazada. Los guantes de encaje negro y el collar de perlas completan un look entre lo elegante y lo excéntrico, propio del carácter del personaje. El vestuario marca una transformación: es una Lucy más arreglada, más visible, pero aún fiel a sí misma. Esta escena es clave, porque representa uno de los primeros momentos en los que George empieza a mirar a Lucy con otros ojos, no solo como abogada brillante, sino como mujer. El espectador también percibe el contraste entre el entorno lujoso y la incomodidad personal de ella, que se siente fuera de lugar en ese mundo de apariencias. En este baile de apariencias y corazas, el vestuario de Lucy funciona como armadura y declaración: está envuelta, pero no escondida. Y en ese mismo juego de velos, George empieza a descubrir lo que realmente importa.

El desenlace los encuentra transformados. Lucy suaviza su estilo y George gana cierta compostura. Se han contagiado, literalmente, de estilo. Y en ese contagio se descubre una afinidad que va más allá del vestuario. Porque hay rotos que se cosen a golpe de contradicción, siempre que haya química y una grúa para rescatarla.

Sr. y Sra. Smith (Doug Liman, 2005), con diseño de vestuario de Michael Kaplan, nos presenta a John (Brad Pitt) y Jane (Angelina Jolie), un matrimonio en crisis, que descubren que ambos son asesinos a sueldo contratados para matarse mutuamente. Lo que empieza como una comedia de enredos con balas, se convierte en un estudio inesperado de pareja. Y Kaplan no se anda con sutilezas: ella lleva vestidos de noche ceñidos, ropa interior sofisticada y trajes ejecutivos de líneas afiladas; él, camisas arremangadas, vaqueros ajustados y un estilo masculino sobrio que contrasta con el aura felina de ella.

La secuencia de la cena, donde ambos esconden cuchillos y pistolas bajo una apariencia de normalidad con vajilla de porcelana, es una joya visual. Ella va con un vestido negro impecable; él, con camisa blanca y pantalón oscuro. Parecen una pareja elegante cualquiera, hasta que todo estalla en violencia. Kaplan juega a mostrarnos lo pulcro como fachada del caos.

La escena final de la película los muestra escapando juntos, cogidos de la mano, en un estilo mucho más relajado: él con camiseta blanca y vaqueros, ella con una blusa suelta de tono claro. Ambos se han despojado del artificio, y el vestuario, libre de códigos formales, los presenta por fin sinceros, sin disfraces, listos para empezar de nuevo desde la verdad. Porque a veces el roto y el descosido necesitan primero romperse a golpes para volver a coserse con verdad.

Uno ve la película y siente que es verdad: que Nunca es tarde para enamorarse (Joel Hopkins, 2008). Harvey Shine (Dustin Hoffman) es un compositor de jingles publicitarios en horas bajas, y Kate Walker (Emma Thompson), una empleada pública británica que vive entre la rutina y la melancolía. Sus caminos se cruzan en Londres y, sin planearlo, nace entre ellos una conexión inesperada. El vestuario, obra de Dinah Collin, se convierte en espejo de esa transformación emocional.

Harvey viste con trajes algo pasados de moda, gabardinas claras y corbatas que ya no marcan estilo. Kate, por su parte, se mueve entre prendas cómodas y discretas, con bufandas de lana y abrigos de tonos apagados. Pero hay algo profundamente humano en cómo ambos se presentan al mundo: sin adornos, sin pretensiones. Así también nace su vínculo.

Una escena clave es aquella en la que caminan por las orillas del Támesis al atardecer. Él lleva un abrigo gris, ella un gorro de punto y una bufanda gruesa. El plano largo y la ciudad de fondo acentúan la sensación de dos personas solas que, por una vez, se sienten acompañadas. La ropa es un refugio, pero también un puente.

En una de las escenas finales de la película ambos acuden juntos a la boda de la hija de Harvey, quien hasta ese punto había estado apartado emocionalmente de ella. Que asista acompañado de Kate no solo es un gesto de reconciliación familiar, sino también una declaración silenciosa de su nuevo comienzo afectivo. Es una escena de integración y reparación, tanto para él como para ella. Harvey lleva una americana de cuadros oscuros, camisa blanca y corbata algo floja. No es una imagen pulida, sino más bien desenfadada, lo que refleja su personalidad sincera y algo torpe, pero con buen corazón. Kate luce un vestido de encaje negro, elegante y sobrio, con escote en pico y sin mangas. Su look es mucho más refinado que en el resto de la película, y está claramente vestida para la ocasión, pero sin perder su naturalidad.

El contraste entre la sobriedad emocional del personaje de Harvey y el brillo sereno de Kate se resuelve aquí en una armonía visual. Por primera vez, ambos están bien acompañados, miran al mismo sitio y sonríen sin reservas. El vestuario acompaña ese punto de inflexión: la chaqueta de él sugiere formalidad sin rigidez; el vestido de ella, belleza sin artificio. La elegancia comedida de ambos personajes no responde al protocolo, sino al deseo de estar bien el uno con el otro. Ya no buscan esconderse tras capas de costumbre o soledad: solo desean estar presentes, tal como son. Y eso, en el cine y en la vida, ya es mucho. Porque hay descosidos que llevan toda una vida sin saber que alguien tiene justo el hilo que necesitan.

Begin Again (John Carney, 2013) es una historia musical y emocional, en la que Gretta (Keira Knightley) y Dan (Mark Ruffalo) no son exactamente una pareja romántica, pero sí una de las más entrañables y auténticas del cine reciente. Él, un productor musical fracasado y desaliñado, mientras ella es una cantautora recién abandonada, vulnerable, pero con una fuerza callada. El vestuario, obra de Arjun Bhasin, los presenta como habitantes distintos de la misma ciudad, Nueva York, y, sin embargo, logra unirlos sin necesidad de cambiar su esencia.

Gretta se viste con una paleta suave, vestidos ligeros, pantalones tobilleros, blusas con cuello Peter Pan y alpargatas. Un estilo relajado, con toques retro y bohemios, que recuerda más al Greenwich Village de los años setenta que a una gran urbe del siglo XXI. Dan, en contraste, va siempre con camisas arrugadas, chaquetas sin forma, pantalones oscuros y una barba de tres días que grita “deriva existencial”.

Una secuencia inolvidable es la del paseo nocturno con auriculares compartidos por Manhattan. No hay contacto físico, pero sí emocional. Mientras suena música y ambos caminan mirando escaparates, el vestuario de Gretta (un vestido sin mangas color vino, cinturón fino y zapatos planos) y la americana raída de Dan, dibujan a dos personas heridas que encuentran en la estética del otro un lugar seguro, una suerte de complicidad silenciosa.

Y, por supuesto, está la escena de la grabación callejera, donde ella canta sobre un tejado con vaqueros de cintura alta y camiseta blanca, mientras él la observa desde las sombras. Esa sobriedad vestimentaria la hace brillar más. Él, como figura de fondo, permanece invisible estilísticamente, pero es justo esa humildad la que lo hace necesario en su vida.

Lo maravilloso del trabajo de Bhasin es que nunca fuerza el estilo de los personajes para hacerlos atractivos. Al contrario: los mantiene coherentes con su evolución. Cuando Dan recupera su energía, sigue vistiéndose mal, pero ahora parece hacerlo por convicción. Y Gretta no necesita un cambio de imagen, porque su autenticidad ya habla por sí sola. Porque, aunque uno lleve americana y el otro guitarra al hombro, si caminan al mismo ritmo algo está cosido desde dentro.

Una estación de tren por la noche, una mujer con un vestido elegante rota por dentro y un músico callejero que parece estar igual de perdido. Así empieza Antes de que te vayas (Chris Evans, 2014) donde el tiempo es breve, pero la conexión intensa. Penny Rose, la diseñadora de vestuario, construye con delicadeza dos estilos opuestos pero complementarios para Brooke (Alice Eve) y Nick (Chris Evans), quienes pasan unas horas juntos que les cambian la vida.

Brooke comienza la película con un vestido de cóctel negro, abrigo beige y tacones altos. Viene de una fiesta, pero algo ha ido mal. A lo largo de la noche, su abrigo se arruga, sus zapatos se intercambian por otros más cómodos y su peinado se deshace. Todo en ella habla de una mujer que se va despojando poco a poco de su coraza emocional. Nick, por su parte, lleva vaqueros, camiseta y una chaqueta de pana. Su ropa no cambia, pero su actitud sí: de la resignación inicial a la complicidad.

Una escena entrañable ocurre cuando entran juntos a un hotel lujoso para colarse en una fiesta. Ella, intentando parecer que pertenece a ese mundo, se recompone ligeramente. Él, a su lado, sigue fiel a su estilo desaliñado pero digno. La escena, con espejos y luces suaves, los muestra como reflejos distorsionados de lo que podrían haber sido en otra vida. La ropa les permite jugar a ser quienes no son, mientras se confiesan quienes realmente son.

Más tarde, en una tienda donde buscan un vestido para reemplazar el suyo, ella elige algo sencillo, casi anodino. Pero Nick, sin decirlo, la observa con ternura. No se trata de transformarla, sino de acompañarla. El vestuario nunca la convierte en “la chica de la película”, sino que respeta su fragilidad sin exponerla.

La película termina sin que los personajes cambien de ropa, pero sí de tono. Ahora están más suaves, más abiertos, más disponibles el uno para el otro y para sí mismos. Su estilo sigue siendo urbano, nocturno y funcional, pero se nota que han bajado la guardia. Porque hay veces que el descosido se sienta en el suelo con el roto y comparten una canción en vez de un hilo.

Mi paseo entre rotos y descosidos concluye en Brooklyn (John Crowley, 2015). La historia de Eilis (Saoirse Ronan), dividida entre dos países, dos hogares y dos amores, encuentra en el vestuario un lenguaje esencial. El trabajo de Odile Dicks-Mireaux es un ejemplo de cómo el diseño puede hablar sin palabras del tránsito emocional de un personaje. Desde los tonos fríos y los cortes estructurados de su vida en Irlanda hasta la calidez y ligereza que va adquiriendo en Brooklyn, la evolución de Eilis está tejida puntada a puntada.

Estas secuencias y su vestuario (jerséis, blusas discretas, tonos suaves) reflejan claramente el entorno modesto y familiar de Eilis en Enniscorthy, antes de su emigración.

Cuando Eilis llega a Nueva York, sus vestidos son apagados, rectos, con cuellos cerrados y tejidos pesados. No desentonan, pero tampoco destacan. Ella es todavía una pieza que no encaja. Poco a poco, con la ayuda de sus compañeras de pensión y de la señora Kehoe, empieza a adoptar colores más vivos, siluetas más suaves, tejidos que respiran. La transformación no es solo estética, sino emocional: Eilis se permite desear, decidir, pertenecer. Su ropa se convierte en el espejo de una identidad que ya no se define por lo que dejó atrás, sino por lo que elige ser.

En esta imagen en Coney Island con Tony, Eilis lleva una falda con estampado floral, americana ligera y gafas de sol, un contraste notable con sus tonos apagados iniciales. Muestra cómo Michael Wolsky empieza a explorar color y textura tras su llegada a Nueva York.

Esta otra imagen muestra un look temprano en Nueva York, con blusa oscura de corte sencillo y falda de cuadros, donde la paleta sigue contenida y los cortes siguen rectos, reflejando su timidez y adaptación inicial.

Aquí se la ve con un vestido azul de estilo años 50, con cuello cerrado y tejido estructurado. Aunque estructurado, el color es ya más vibrante y empieza a otorgarle presencia en la pantalla.

Por último, es esta preciosa imagen la vemos con cárdigan verde pastel sobre blusa clara y falda estampada. Va camino hacia una paleta más luminosa, texturas suaves y formas femeninas; un paso más en su integración al entorno neoyorquino. Este vestido es ya una declaración de cambio. Ella se ve diferente y, más importante aún, se siente diferente.

Todas estas imágenes reflejan visualmente esa transición: de tonos apagados, formas rectas y prendas pesadas (que la hacían ver como una pieza que aún no encaja), hacia colores suaves, estructuras más fluidas y estampados que dan espacio a su propia voz. Tal como explicaba la propia diseñadora Odile Dicks‑Mireaux, “el vestuario acompaña esa búsqueda de confianza y pertenencia”.

Cuando vuelve a Irlanda tras una pérdida familiar, su estilo ha cambiado tanto que todo el pueblo lo percibe. Lleva vestidos más entallados, zapatos con un ligero tacón y el pelo recogido con suavidad. No es ostentosa, pero sí distinta. Ese contraste estilístico anticipa el conflicto interior: ¿quién es ahora Eilis? ¿La que se fue o la que volvió?

En un entorno doméstico, con blusa de cuello cerrado y cabello recogido, demuestra formalidad contenida, acorde con las expectativas del pueblo al que regresa, pero sus ojos (más seguros, más maduros) revelan que ya no pertenece del todo a ese lugar.

Estas imágenes confirman el contraste estilístico que señalaba antes: Eilis vuelve con vestidos entallados, zapatos de tacón bajo y el pelo recogido, una versión de sí misma que combina presencia cuidadosa y discreción. No ostenta, pero sí se percibe distinta, lo que visualmente anticipa el dilema interno: ¿es la chica que partió o la mujer que ha vuelto?

En la escena final, cuando Eilis se despide de Irlanda para volver a Brooklyn, la vemos con un abrigo azul oscuro estructurado, de líneas sobrias y elegantes, con botones visibles pero discretos. Lleva el pelo recogido con suavidad, y un pañuelo en tonos cálidos asoma por el cuello, aportando un matiz personal al conjunto. La luz es tenue, el entorno sobrio, pero hay una resolución tranquila en su gesto. El vestuario ya no grita timidez ni necesidad de adaptación: refleja una identidad elegida. Por fin, Eilis sabe quién quiere ser, y lo lleva puesto. Porque hay descosidos que viajan cruzando océanos y encuentran su roto en la otra orilla.

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Después de este viaje cinematográfico por nueve películas y casi tres décadas, una cosa queda clara: el vestuario no solo viste a los personajes, los revela. Las historias de amor que hemos explorado, aunque marcadas por la comedia, el melodrama o el paso del tiempo, comparten una intuición común: que nadie está completo del todo hasta que encuentra esa otra costura que, de manera misteriosa, encaja.

A veces el roto lleva zapatos de salón, otras una camiseta arrugada. A veces el descosido se esconde bajo una corbata o un abrigo de lana. Pero el cine, como la vida, sabe unir esos tejidos distintos en una misma trama. Y nosotros, como espectadores, lo celebramos: porque sabemos que ahí, entre costuras, gestos y telas, también nos encontramos un poco a nosotros mismos.

Y hasta aquí esta tercera y última entrega de «Siempre hay un roto para un descosido». Gracias por leerla… y por dejar que el hilo del cine nos siga uniendo.


Comentarios

2 respuestas a “Siempre hay un roto para un descosido. Parte III: de los 90 hasta hoy”

  1. Avatar de Paquitina Riera
    Paquitina Riera

    «(…) solo desean estar presentes, tal como son.» Y a través del vestuario, como tú dices, se hacen auténticos. Rotos y/o descosidos. Con tu post, en cada puntada, nos has acompañado transformando nuestra forma de mirar. Gracias.

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    1. ¡Muchas gracias de un «descosío»! 🙂

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